Universidad Católica Boliviana San Pablo
Los debates y los desafíos de las reformas electorales en América Central
En América Latina, las elecciones han seguido un azaroso curso. Fundamentales para Repúblicas que sólo concebían la legitimidad otorgada por la ciudadanía, secundarias porque durante largas épocas se celebraron en los intervalos dejados por los golpes de Estado, los enfrentamientos fratricidas de las facciones políticas y cuando se organizaron, distaron de ser siempre sinónimo de voluntad popular aceptada o de competencia libre y plural.
Desde el retorno a la democracia en la tercera ola, a fines de los setenta, las elecciones han cumplido con su objetivo inmediato y directo: brindar una legitimidad incuestionable a las nuevas autoridades y ser el mecanismo del reemplazo consensuado y pacífico de los gobernantes. Asimismo, éstas han procurado alcanzar objetivos de largo plazo no menos importante, como enraizar la democracia y construir ciudadanía, ser simultáneamente espacio en el cual se expresa ordenadamente las divergencias sociopolíticas y el punto de encuentro de los ciudadanos, sin distinción.
Se han convertido en el principal momento de la política latinoamericana y,en general, su calidad ha avanzado significativamente. El índice de democracia electoral elaborado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) ha progresado en América Latina de 0.28 en 1977 a 0.86 en 1990 y 0.96 en 2008, siendo 1 la máxima calificación (PNUD 2011: 65). En América Central, la elección limpia, antes excepcional, se ha convertido en la norma. Entre 1900-1980, un tercio de las elecciones pudieron calificarse como competitivas: 4/5 en las dos últimas décadas del siglo XX (Lehoucq 2004: 18).
Sin embargo,la elevación de los estándares de la jornada electoral, las reformas y las innovaciones significativas en la gestión electoral, no siempre han ganado (o no en niveles altos), la confianza ciudadana. Existe una brecha significativa entre las evaluaciones de las misiones internacionales y los expertos con la percepción ciudadana. En 2009, de acuerdo al Latinobarómetro, sólo 44% de los latinoamericanos creía que las elecciones en su país eran “limpias”.
En ese contexto, se plantean interrogantes fundamentales para los procesos de reformas electorales que, con menor o mayor profundidad, con más o menos prisas, se discuten en los países centroamericanos. ¿Cómo lograr la confianza en los procesos electorales (reglas, instituciones y actores) en sociedades desconfiadas, a veces polarizadas y con heridas que remontan a la Guerra Fría[1]?¿Cómo construir reglas equitativas, nombrar árbitros imparciales, garantizar procedimientos aceptados y generar condiciones idóneas para que durante el juego, la única atención esté en el desempeño de los jugadores?¿Cómo lograr que las elecciones sean el momento privilegiado de construcción y de pertenencia a la comunidad de ciudadanos y de fortalecimiento democrático?¿Cómo lograr que las innovaciones electorales sean buenas prácticas, contribuyan a la integridad de las elecciones y consoliden la confianza?
A continuación, se presentan algunos de los dilemas de los debates actuales sobre las reformas electorales en América Central, con referencias más amplias a América Latina por la semejanza de las dinámicas. Sin ánimo exhaustivo, se plantea una discusión que gira alrededor de la composición y la atribución de los organismos electorales, la equidad en la competencia y el acceso a los espacios de decisión, y las paradojas de la modernización tecnológica. El artículo se cierra con una reflexión sobre las condiciones políticas en las cuales se adoptan las reformas.
La reapertura del debate sobre la composición de los Tribunales Electorales
América Latina ha desarrollado dos grandes modelos de composición de los organismos electorales y, en la práctica, varios países han ensayado composiciones mixtas. El primero es de carácter partidista, con el cual se busca asegurar la imparcialidad del comportamiento del árbitro mediante el control cruzado de los actores políticos. Ello se lleva a cabo a partir de la reserva de las magistraturas para los partidos con mayor votación y asumiendo que las autoridades electorales tienen un mandato más o menos explícito de sus organizaciones. El segundo modelo parte del principio contrario, de tal forma que se coloca al árbitro por encima o al margen de los jugadores, con una composición apartidista, en la cual las autoridades electorales carecen de vínculos directos cualquier organización partidaria. El primer modelo predominó en el inicio de la transición a la democracia, como lo ejemplificó el Tribunal Nacional de Elecciones (TNE) de Honduras. Sin embargo, progresivamente cedió el paso al segundo[2]. Un ejemplo del último modelo fue el Tribunal Supremo Electoral (TSE) de El Salvador, con una composición mixta de magistrados partidarios y otros apartidistas designados por la Corte Suprema de Justicia (CSJ).
Posteriormente, se estimó que la composición apartidista garantizaría mejor la independencia e imparcialidad del organismo electoral, ofrecería un trato equitativo a todas las organizaciones, incluidas las pequeñas o nuevas, se vincularía mejor con la sociedad civil. La evidencia empírica respalda este presupuesto[3], pues con estos rasgos, los organismos pueden alcanzar cuotas altas de confianza o generar más fácilmente la convicción que las elecciones son limpias, como sucede con el Tribunal Electoral (TE) de Panamá y el Tribunal Supremo de Elecciones (TSE) de Costa Rica (según datos del Latinobarómetro 2009). Sin embargo, tribunales con composición partidaria han demostrado igualmente capacidad para resolver elecciones muy reñidas en contextos polarizados, como la presidencial salvadoreña de 2014, dirimida con el margen más estrecho de las elecciones presidenciales latinoamericanas del siglo XXI, con una reducida diferencia de 0.2%.
El reto para los sistemas políticos que adoptan tribunales apartidistas es adecuar la norma y la realidad, tanto la letra como el espíritu de la ley. Las disposiciones jurídicas no bastan: prohibir que los magistrados tengan militancia partidaria o conformar instancias de selección y calificación en principio no partidistas, con participación de la sociedad o de universidades, resultan insuficientes si los actores políticos se resisten a alinear su comportamiento con el ideal legal. Se puede respetar la letra de la ley e ignorar su espíritu, con lo cual se acentúa la desconfianza pues instala la sospecha del engaño. El incumplimiento más frecuente es cuando los partidos se reparten cuotas o cuando el dominio del oficialismo es tal que en el mejor de los casos, concede un estrapontín a la oposición. Varios organismos electorales latinoamericanos sufren a causa de esta divergencia o tienen niveles de aprobación y desaprobación distribuidos de manera muy contrastada entre partidarios y adversarios del oficialismo.
El escenario latinoamericano ha tenido escasas modificaciones recientes. Sin embargo, el panorama es cambiante en América Central. En El Salvador, la Sala de Constitucionalidad obligó al Parlamento a prescindir del modelo partidista y exigió que la renovación del TSE en 2014 asumiese un criterio apartidista. En Honduras, se observa una tensión entre una corriente que exige desde la sociedad civil que el actual Tribunal Supremo Electoral (TSE) sea verdaderamente apartidista como ordena la Constitución y otra que más bien reclama el retorno a un esquema explícito de control partidario para que la composición del Pleno corresponda a la realidad política de las elecciones presidenciales de 2013.
El debate sobre la apropiación de la última palabra electoral
Tras el proceso de democratización en América Latina, se conformaron organismos electorales unificados; es decir, una institución encargada de las tareas técnicas, administrativas y logísticas de la elección, y de la responsabilidad jurisdiccional. Uruguay fue el primer país que conformó un organismo permanente en el tiempo, centralizado, especializado y autónomo (Jaramillo 2007: 372). Así, América Central se mantiene homogénea detrás del modelo unificado, que tenía como referencia el TSE de Costa Rica, donde se organizaron elecciones reputadas por su transparencia, luego de la Guerra Civil de 1949. Inclusive, su legitimidad se reforzó al añadir la administración del Registro Civil y de Identificación, como en Costa Rica y Panamá, con ganancias en eficiencia, seguridad e inclusión[4] (recientemente, se separó el registro civil en Guatemala y Honduras).
El modelo parece sólidamente establecido, aunque hay quienes han planteado abrir el debate en El Salvador para explorar la partición institucional y, en menor medida, ha ocurrido lo mismo en Honduras. Ello en tanto, desde finales del siglo XX, México difundió el modelo que divide en dos organismos diferentes las tareas técnicas y administrativas de las labores jurisdiccionales, que ha ganado terreno (Ecuador, República Dominicana, entre otros).
Ambos modelos presentan ventajas prácticas como teóricas, así como complejidades y riesgos. El cuestionamiento a los organismos unificados es cómo aseguran el debido proceso con sentencias sin posibilidad de recurso ante otra instancia y cómo evitan ser “juez y parte”. El riesgo real y aunque no se trata de un contraargumento conceptual, la práctica moderada, apegada a derecho, reconocida por los mismos actores políticos, ha evitado que la discusión sea planteada con mayor vigor en la agenda pública. Siempre en el campo factual, varios de los tribunales unificados figuran en los mejores puestos de la confianza ciudadana en la comparación internacional. Para el modelo dividido, las prevenciones se sitúan más bien del lado de la práctica, en la difícil tarea de delimitar las funciones de uno y otro organismo, en evitar áreas grises o superposiciones que provoquen crisis institucionales costosas en términos de legitimidad social y de afianzamiento de la autoridad de los árbitros de la competencia.
Tanto en el modelo dividido como en el unificado, cada vez con más insistencia, se plantea el debate sobre la institución que tiene la última palabra en materia electoral. Sólo en apariencia, un tribunal jurisdiccional o un tribunal denominado “supremo” pareciera zanjar las dudas. La discusión casi inexistente hace algunos años cobra relevancia por el nacimiento o afianzamiento institucional de tribunales o salas constitucionales. La legislación centroamericana ha fortalecido el componente jurisdiccional de los organismos electorales (Bou y Guzmán, 2010), tiende a reconocerlos como la última instancia, incluso le otorga el título de cuarto Poder del Estado, como en Nicaragua.
Más aún, las mismas legislaciones abren resquicios, indicando que en asuntos de derechos constitucionales, se podría recurrir ante la Corte Suprema de Justicia o ante la Sala Constitucional. De inmediato, la frontera entre asuntos electorales y constitucionales se vuelve una delgadísima línea y fijar los límites se convierte en una atribución de la máxima autoridad del Poder Judicial. El riesgo de conflictos institucionales es cada vez más fuerte entre un organismo electoral dispuesto a defender el campo electoral y una instancia judicial dispuesta a determinar lo que es constitucional.
En Guatemala, el Tribunal Supremo Electoral (TSE) se ha convertido sólo en una primera instancia, generando malestar, ya que entiende que sus resoluciones son “definitivas y no susceptibles de impugnación, dada la supremacía, independencia y no supeditación a Organismo alguno del Estado, que le confirió el Constituyente” (Villagrán 2014: 21), y que existe un abuso de las vías de amparo, apelación y recurso conocidas por el Poder Judicial. Cuando la decisión final no recae en el organismo electoral, los problemas giran alrededor del grado de especialización que posee la instancia judicial en la materia electoral y los tiempos de la sentencia. Por su parte, en Honduras, los recursos de la presidencial 2013 no fueron zanjados cuando los presidentes, parlamentarios y alcaldes ya ejercían sus funciones. En Guatemala, se abrió la campaña 2015 sin que las sentencias por infracciones de la campaña precedente tengan un carácter firme.
La disputa por la apropiación de la última palabra electoral se convierte en un asunto político latente y álgido de las reformas electorales, tanto más que interviene en un contexto en el cual el Poder Judicial toma decisiones que podrían calificarse de legislativas. Ello ocurre en el caso de El Salvador (donde hay elección apartidista de magistrados electorales, elección de parlamentarios con una modalidad de voto preferente, entre otros), aunque los grados de cumplimientos de las resoluciones de la Sala Constitucional han sido irregulares y las modificaciones no han procedido de una visión de conjunto (Fusades 2015). En Honduras, luego de un empate, se dispuso la repetición de la elección en el municipio de San Luís Comayagua, una figura inexistente en la legislación.
Las facetas de la equidad
Si una línea domina las reformas electorales latinoamericanas del siglo XXI, es la búsqueda de la equidad (Romero Ballivián 2012). Hoy en día, ésta presenta, al menos, cuatro facetas. La primera es la generación de un piso mínimo de equidad en el financiamiento de la política, cuestión clave y a la vez compleja en las democracias (Casas Zamora y Zovatto 2011). Su importancia es creciente, pues, como sucedió en Honduras, el costo de las elecciones aumenta de un proceso al otro (Meza 2014: 4) y, a veces, los recursos se destinan al clientelismo (Meléndez 2014).
Las reformas suelen llevar dos componentes: reglas que enmarquen el financiamiento privado y la creación del financiamiento público. El camino recorrido es lento y difícil, probablemente por la combinación de poderes fácticos fuertes y un Estado débil en la región. Las reglas para encuadrar los aportes privados suelen ser frágiles y, los topes, poco frecuentes; los controles son limitados, al igual que las sanciones, cuando están previstas, son tan bajas que, en realidad, incentivan a ignorarlas. En las elecciones presidenciales de 2011, el TSE de Guatemala lució impotente para detener la espiral de manifiestas violaciones a las reglas del financiamiento. El aporte del Estado, dando una porción de la subvención de manera idéntica a todas las fuerzas o asegurando una proporción mínima para los partidos menos votados con respecto a los más apoyados (Honduras) busca paliar algunos desequilibrios. Empero, la subvención pública constituye una fracción reducida del costo total de las campañas, cuando se produce el desembolso, lo cual puede demorar.
La segunda faceta es garantizar que los partidos tengan un acceso equitativo a los medios de comunicación, un campo con vinculaciones evidentes con el precedente, ya que la televisión es el principal destinatario de los recursos partidarios. El principio se aplica fácil en los medios públicos, pero cuya audiencia suele ser restringida. Quizá por las mismas razones enunciadas arriba, los progresos en América Central han sido también limitados. No obstante, el modelo mexicano de la prohibición de contratación privada de propaganda electoral y el monopolio del organismo electoral para asignar la pauta publicitaria partidaria en el tiempo reservado al Estado en los medios de comunicación privados (Córdova 2013) ha despertado interés, en especial en Costa Rica. Por último, se abre una incipiente reflexión sobre el rol de las redes virtuales en las campañas, las cuales son de difícil abordaje entre otras razones por el carácter gratuito de la red (capaz incluso de compensar el desigual acceso a los medios tradicionales), la facilidad de acceso, la ausencia de regulaciones, el uso de características individuales del internet frente a la experiencia más colectiva y regulada de la televisión.
La tercera faceta busca diversificar y lograr la equidad en la representación. El mecanismo privilegiado de las reformas ha sido la cuota de representación por género para fortalecer la presencia femenina en los espacios de decisión, a veces con un refuerzo de los organismos electorales para consolidar los avances (Zamora 2008). América Latina destaca como la segunda región con más porcentaje de parlamentarias, sólo detrás de Escandinavia. América Central levanta el promedio continental, en especial con los guarismos de Nicaragua y Costa Rica, que han adoptado la paridad y alternancia en la presentación de las listas (IDEA 2013). En el escenario local, la situación se presenta distinta pues las mujeres ocupan menos del 10% de las alcaldías y las reformas electorales han sido discretas (Torres 2012: 29).
La preocupación más reciente para la equidad en la competencia es el encuadre del presidente candidato a la reelección, para responder a la progresiva desaparición del “tabú” de la reelección con el cual nacieron las democracias de la tercera ola (Zovatto 2014). El objetivo es que la ventaja natural del presidente no se transforme en un “ventajismo” tal que complique la perspectiva misma de la alternancia (McCoy y Vanolli 2014). En América Central, la reelección presidencial inmediata e indefinida se encuentra vigente únicamente en Nicaragua, donde se asocia con otros problemas que han ensombrecido las elecciones[5], y es objeto de un debate velado en Honduras. Más allá de la reelección, el reto general es enmarcar el uso de los recursos públicos en tiempos de campaña, delimitar la propaganda institucional que puede apuntalar la del candidato oficialista, definir el papel del presidente en la campaña, fijar reglas para que las transferencia condicionada de recursos, el rostro de las políticas sociales latinoamericanas en el inicio del siglo XXI, no presionen al electorado. La elección panameña de 2014 ilustró cómo estos asuntos pueden enturbiar el ambiente general de la campaña.
El secreto del voto y las garantías para los electores
El secreto constituye uno de los pilares que definieron el lugar del voto en la democracia moderna y lo convirtieron en la expresión de la conciencia individual en la definición del destino colectivo. Incluso, es parte de las características básicas del sufragio en las Constituciones latinoamericanas. A menudo por vía reglamentaria, los Organismos Electorales adoptaron medidas para protegerlo, por ejemplo restringiendo el uso de cámaras fotográficas en los espacios de votación.
Sin embargo, en América Central, se extienden prácticas que vulneran el derecho al voto secreto. En algunas regiones rurales con escasa presencia estatal, más allá de la “cara amable” que puede representar la compra de votos, los partidos tienden a intimidar a los electores. Los márgenes de libertad disminuyen aún más en áreas con gran presencia del narcotráfico. En 2013, en un municipio hondureño con una reputación ensombrecida, miembros de mesa de varios partidos debieron fugarse, la presencia de observadores y testigos imparciales quedó vetada (Meza 2014: 108-109). La participación reportada alcanzó 84.5%, casi 25 puntos por encima del promedio nacional y una quincena por encima del porcentaje departamental, y el candidato a alcalde superó el 90%.
Todavía con carácter marginal, en algunas áreas rurales o en ciertos barrios periféricos de las principales ciudades centroamericanas, se detectan indicios de coerción para impedir que ciertos ciudadanos voten, afectando a individuos cuyas preferencias son públicamente conocidas o pertenecen a grupos cuyo comportamiento es mayoritariamente proclive a una opción política. Los mecanismos pueden pasar desde el secuestro del documento de identidad hasta otras amenazas. Estos actos, difíciles de enfrentar en tanto ocurren antes de la elección, se traducen en un acto pasivo de la víctima que simplemente no acude a votar y casi nunca denuncia el hecho por temor a represalias.
Sin ser una barrera completa, garantizar el secreto del voto, tanto en términos materiales (uso sistemático de mamparas, compromiso de los miembros de mesa con el secreto, despliegue de fuerzas de seguridad en las cercanías de los recintos) como simbólicos, con sostenidas campañas de educación ciudadana, contribuye a la defensa de una frontera preciosa del voto como acto democrático.
Las ventajas y las paradojas de la modernización tecnológica
La presencia cada vez más extendida de las tecnologías de información y comunicación en las sociedades latinoamericanas, la difusión masiva del internet y la familiaridad cada vez más amplia con estas herramientas y equipos, han permitido aumentar el rol de la tecnología en los procesos electorales, con tanta más facilidad que los Organismos Electorales se encuentran en la vanguardia de la institucionalización y modernización del Estado en América Latina.
La modernización tecnológica excede la votación electrónica (Barrientos del Monte 2011), cuya adopción parece lejana en América Central, pese a haber sido objeto de un tenso debate en Honduras en 2013 e, incluso, el voto por internet, del cual Panamá fue un pionero para la elección de residentes en el exterior en 2014. Ella contribuye a simplificar trámites y procedimientos, a cubrir etapas claves con mayor seguridad, agilidad y posibilidades de control como en el manejo de los padrones, la transmisión de los resultados, ofrece oportunidades para probar la transparencia de las autoridades electorales, favorece el acceso a la información y la interacción con los ciudadanos. Los instrumentos tecnológicos disponibles son muy variados, se amplían con regularidad y la legislación se aviene a incorporarlos.
Los organismos electorales tienen escollos antagónicos por esquivar. Deben navegar entre la tentación de convertir la tecnología de un medio en un fin en sí mismo y el rechazo a la misma, en nombre de prácticas heredadas. Deben eludir simultáneamente los riesgos del elitismo y del paternalismo. Frente al vértigo que generan las nuevas tecnologías y el deseo de privilegiarlas para confirmar la modernidad de la institución, les corresponde recordar que, si bien la difusión de la tecnología se acelera, aún hay sectores de la población para las cuales la computadora constituye un objeto poco común. No deben perder de vista al elector menos favorecido e instruido.
Cualquiera sea la pertinencia del recurso a la tecnología, es indispensable continuar con las estrategias clásicas, en especial en información, comunicación y difusión. En este punto, las nuevas tecnologías tienen que ser vistas como elementos adicionales, de reforzamiento y complementarios de los mecanismos ya utilizados, no como sustitutos. En las antípodas, el paternalismo, considerar que la gente no está preparada o que la cultura política del país sería incompatible con ciertas tecnologías subestima las capacidades de aprendizaje del ciudadano común, incluso de los votantes menos formados académicamente.
Los Organismos Electorales necesitan evitar tanto la visión mágica de una tecnología todopoderosa como la de una herramienta secundaria. La fascinación por la tecnología, que se supera a sí misma de manera permanente,puede conducir a creerla capaz de resolver por sí misma problemas o conflictos cuyo origen no es técnico, sino político o social. En general, una institución con confianza ciudadana es la que puede innovar sin provocar susceptibilidades. Raras veces surte efecto intentar paliar una deficiente legitimidad con innovaciones tecnológicas. Asimismo, implica riesgos vivir de espaldas a los cambios tecnológicos, asignándoles funciones secundarias, sin relación con su potencial.
En cierto sentido, es posible ejecutar procesos electorales con un mínimo de recurso a sus ventajas. Las elecciones son anteriores a los progresos tecnológicos pero esa opción genera costos de tiempo, seguridad, eficiencia y desfasa a las entidades de una sociedad que se mueve rápido e integra los aportes de la tecnología. Navegar lejos de esos escollos y riesgos contrarios, es compatible con el hecho que los organismos electorales recurran a tanta tecnología, como les sea posible para aproximarse a la ciudadanía, los partidos, los medios, la comunidad académica, las asociaciones de la sociedad.
Conclusión: la indispensable necesidad de acuerdos para las reformas electorales y reflexiones de cierre
Habitualmente, la reforma electoral o la designación de autoridades electorales exigen una mayoría calificada de dos tercios, privilegio que comparten con pocas reglas de la vida colectiva. Esa distinción subraya que su modificación no puede acomodarse a mayorías circunstanciales de turno, requiere que todos o, al menos, los principales jugadores se encuentren de acuerdo con que se produzcan acuerdos entre oficialismo y oposición, mejor aún con un consenso social. La obtención de la mayoría para una reforma no es un asunto aritmético, sino un principio político. La participación de los organismos electorales en ese proceso ayuda a que las reformas cuenten con un sello imparcial y de viabilidad técnica.
Si bien los países centroamericanos han tenido reformas en los últimos años, Panamá se ilustra por la metodología ordenada y sistemática de un proceso conducido bajo la batuta del TE, el año siguiente a la elección, con los partidos, organizaciones de la sociedad civil interesadas en asuntos políticos, poderes del Estado, unos con derecho a voto, otros únicamente con derecho a voz. El proyecto acordado se remite a consideración del Congreso. Únicamente, en 2010, el proceso no concluyó de manera satisfactoria cuando el mismo TE solicitó el retiro del tema al entender que los acuerdos parlamentarios desvirtuaban el sentido del proyecto.
Las reglas y nombramientos electorales establecidos con un amplio consenso político, social e institucional brindan certezas a los actores, horizontes temporales de largo alcance, incentivos para un mejor respeto de la norma, confianza a la ciudadanía. Su ausencia coloca en situación precaria a los procesos electorales.
Dos reflexiones de cierre son indispensables. Por un lado, las reformas que ayudan a tener autoridades y procedimientos electorales idóneos son necesarias, pero insuficientes sin voluntad política de aplicarlas. La reforma se vacía si los actores incumplen la letra y, sobre todo, el espíritu, algo más delicado, menos sencillo de demostrar que se incumplió, pero que provoca claramente en la sociedad el sentimiento de la falsedad. El respeto del espíritu de la ley se traduceen una ganancia de puntos de legitimidad. Por otro lado, el tiempo oportuno de la reforma es a distancia prudente de la próxima cita electoral, pues se refuerza la probabilidad que los actores actúen bajo el imparcial principio del “velo de la ignorancia” (Rawls 1995: 24-29), desconocedores de los lugares que les reservará la voluntad del electorado. Se fortalecen las oportunidades para que se decidan las innovaciones valorando la historia, sopesando los retos del presente, imaginando los puertos de llegada, en un trabajo caracterizado por la ambición del bien común, la paciencia y el pluralismo en el debate, la prudencia, el equilibrio y la justicia en las decisiones, el consenso en las conclusiones y el éxito en los resultados.
Referencias
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Notas
El presente texto retoma elementos centrales del artículo publicado en Mundo Electoral, revista del Tribunal Electoral de Panamá en su edición de enero de 2015.
[1] Véase Félix Alvarado. “Guatemala busca salir de la Guerra Fría”. Nueva Sociedad, 2014, Nº 254:124–135.
[2] Véase Jesús Orozco. “Las reformas electorales en perspectiva comparada en América Latina”. Revista de derecho electoral, 2010, Nº 9: 18.
[3] Jonathan Hartley, Jennifer McCoy, Thomas Mustillo. “La importancia de la gobernanza electoral y la calidad de las elecciones en la América Latina contemporánea”. América Latina Hoy, 2009, Nº 51:15 – 40.
[4] Véase Tribunal Electoral, 100 años de Registro Civil. Panamá: Tribunal Electoral, 2014.
[5] Véase Misión de observación de la Unión Europea, Informe final elecciones generales y Parlacen. Misión de observación de la Unión Europea, 2012.