Daniel BuquetProfesor

Universidad de la República, Uruguay

 Uruguay: un siglo de reformas electorales y democracia

La ingeniería electoral ha sido una actividad consustancial a la democracia uruguaya. Por un lado, el origen de la democracia en las primeras décadas del siglo XX estuvo asociado a una serie de reformas electorales que perduran hasta el presente. Dentro de ese proceso, se pueden distinguir tres momentos asociados al establecimiento de disposiciones fundamentales del sistema electoral: el primero en 1910, cuando se establece del Doble Voto Simultáneo (DVS); el segundo con la reforma constitucional de 1918 que incorpora el sufragio universal y secreto y la representación proporcional; y el tercero con la creación de la Corte Electoral, y un conjunto de garantías del sufragio, entre 1924 y 1925. Por otro lado, a lo largo del siglo XX se apeló recurrentemente a la reforma electoral como forma de superar situaciones de deterioro político institucional en sucesivas coyunturas críticas.

Con posterioridad al diseño original que dio lugar al primer tramo de convivencia democrática en el país, se realizaron diversas reformas que han corrido variada suerte con el paso del tiempo. Todas las reformas incorporaron algún instrumento que perduró y contribuyó, de forma acumulativa, a fundar un sistema electoral complejo, pero adecuado para favorecer la convivencia democrática y generar estabilidad política. Luego de un golpe de estado en 1933, se estableció la simultaneidad de todas las elecciones, se nacionalizó el senado en 1934 y se sancionaron las leyes de lemas en 1939. A la salida de ese régimen en el año 1942, se incorporó la representación proporcional a la Cámara de Senadores. En el año 1966, se extendió el mandato presidencial y legislativo a cinco años y, en el año 1997, se introdujeron el balotaje y las elecciones primarias presidenciales. Esta evolución no ha sido errática, sino que puede verse como un proceso de adaptación, a través de ensayos y errores, de la normativa electoral a las características del sistema político nacional. Los procesos de reforma electoral en Uruguay, luego de la primera democratización, no fueron rupturistas o refundacionales, sino ajustes más o menos relevantes que combinaron cambios y continuidades.

En Uruguay, como ocurre normalmente, las reformas electorales son llevadas adelante por los mismos políticos que habrán de competir bajo esas reglas. Esto implica que su propia conveniencia, en especial sus intereses políticos de corto plazo, están presentes en la elaboración de las reformas. Al mismo tiempo, los procesos de reforma electoral en Uruguay se han caracterizado mayoritariamente, por la búsqueda de amplios consensos y siempre contaron con acuerdos interpartidarios. Esos pactos fueron en algunos casos inclusivos y, en otros, excluyentes, pero casi todos ellos generaron algún legado que tendió a permanecer como atributo del sistema.

Lo que resulta particularmente interesante, es la secuencia alternada entre reformas inclusivas y excluyentes. Estos dos tipos de reforma tienden a generar efectos contrapuestos en el funcionamiento del sistema político. Por un lado, las reformas inclusivas favorecen la legitimidad del sistema pero, al mismo tiempo, pueden generar problemas de gobernabilidad. Por otro lado, las reformas excluyentes, buscan solucionar este último tipo de problemas, aunque también pueden provocar su deslegitimación (véase Buquet 2007). La experiencia uruguaya sugiere que la normativa electoral sobre la que descansa un sistema político saludable debe conformar un delicado equilibrio entre inclusión y exclusión.

La democratización original introdujo fundamentalmente normas inclusivas, producto de un amplio acuerdo entre los partidos tradicionales: el Partido Colorado (PC) y el Partido Nacional (PN, también llamado Blanco). La primera norma adoptada en 1910 –el DVS, seguramente el instrumento más peculiar del sistema electoral uruguayo- permitió la competencia interpartidaria abierta, sin que ella afecte la chance electoral del partido. Luego, el sufragio universal y secreto y la representación proporcional en la Cámara de Representantes, adoptados en la Constitución de 1918, favorecieron la participación equitativa y la representación ciudadana. Además, en ese texto se estableció la exigencia –que aún subsiste- de dos tercios del parlamento para modificar la legislación electoral. Esto ha impedido que una coyuntural mayoría legislativa modifique el sistema electoral en su exclusivo beneficio. Pero el desarrollo del sistema político durante la década de 1920 mostró una excesiva fragmentación política y una fuerte falta de armonía entre los diversos órganos de gobierno. No sólo se elegían dos cámaras en el Poder Legislativo, sino que también el Poder Ejecutivo estaba conformado por dos órganos, el Presidente de la República y el Consejo Nacional de Administración (CNA). La dispersión del poder político se acentuaba con un calendario electoral que establecía elecciones separadas y por diferentes sistemas para todos esos órganos. Cuando, luego de la crisis de 1929, los problemas económicos se fueron acentuando, la situación de ingobernabilidad se volvió evidente. ¿Demasiada inclusión?

La reacción a la crisis derivó en un golpe de estado en 1933 y una nueva reforma constitucional en 1934. El presidente colorado Terra, aliado con la mayoría del Partido Nacional, disolvió el Poder Legislativo y convocó a una nueva Asamblea Constituyente. Los disidentes de ambos partidos tradicionales se opusieron al proceso y, a pesar de que en 1934 se retomó un calendario electoral regular, ese régimen no logró restablecer la legitimidad. La nueva constitución eliminó el CNA, redujo el número de diputados de 123 a 99, nacionalizó la Cámara de Senadores y unificó todas las elecciones en un mismo día cada cuatro años. Adicionalmente, las elecciones quedaron vinculadas entre sí, de modo que no se permitía votar por partidos diferentes para órganos diferentes. Por su parte, el senado quedó conformado con 30 miembros que se repartían a razón de 15 para cada una de las fracciones mayoritarias de los partidos tradicionales, lo que dejaba sin representación en ese ámbito a los disidentes de ambos partidos. En el año 1939 se aprobó la más relevante de las “leyes de lemas”, que adjudica en exclusividad el uso de las denominaciones partidarias a sus autoridades, lo que impedía a los disidentes utilizar esas denominaciones. Evidentemente demasiada exclusión.

La legitimidad se recuperó a partir de 1942, cuando una nueva reforma constitucional introdujo la representación proporcional en el Senado y permitió que los blancos disidentes pudieran utilizar en las elecciones la denominación Partido Nacional Independiente, a través de una excepción a la ley de lemas. Se puede afirmar que el sistema electoral “moderno” del Uruguay terminó de ser diseñado con las disposiciones contenidas en la cuarta Constitución. La reforma fue inclusiva, ya que permitió que los disidentes blancos y colorados abandonaran la abstención; sin embargo, el sistema electoral mantuvo varias normas excluyentes aprobadas durante el terrismo. En particular la unificación y vinculación de todas las elecciones el mismo día cada cuatro años y las leyes de lemas.

Bajo este marco institucional, el sistema evolucionó hacia el formato bipartidista tradicional, una vez que los blancos volvieron a unificarse bajo el lema Partido Nacional y se produjo la alternancia en el Poder Ejecutivo en el año 1958. El sistema había logrado una plena adaptación, tanto de las reglas a las características de los actores, como en los comportamientos de los actores a los incentivos y restricciones que establecieron las reglas. En esas condiciones, el sistema parecía haber encontrado el delicado equilibrio entre la inclusión y la exclusión que se traduce en un equilibrio entre legitimidad y eficacia.

Sin embargo, para ese momento Uruguay ya había ingresado plenamente en una nueva crisis económica. Además, en 1952, se había producido otra reforma constitucional que instauró un Poder Ejecutivo colegiado de nueve miembros que reservaba un tercio de los cargos para la oposición, y la asignación de dos de los cinco cargos de gobierno correspondientes a las empresas públicas y a los gobiernos subnacionales.

Durante la década de 1960 la crisis pasó a convertirse en estructural, y el conflicto social y político fue escalando sus niveles de violencia. En ese contexto se buscó reordenar el funcionamiento institucional del país a través de una nueva Reforma Constitucional en 1966. La nueva constitución eliminó el Ejecutivo colegiado y terminó con el régimen de distribución de cargos de tres y dos, además de incorporar diversas normas modernizantes (creación del Banco Central y la Oficina de Planeamiento y Presupuesto, entre otras). En el plano electoral se extendió el término de los mandatos de todas las autoridades electas (Presidente, Congreso y Gobiernos subnacionales) de cuatro a cinco años y se reforzaron las restricciones de lemas al prohibir que nuevos partidos utilizaran el DVS. Precisamente durante estos años, y a contrapelo de esta última restricción, se unificaron pequeños partidos de izquierda que, finalmente en 1971 y contando con escisiones desde los partidos tradicionales, conformaron el Frente Amplio, el tercer partido relevante del sistema político uruguayo. Este intento de ajuste con normas excluyentes no dio los resultados esperados y concluyó trágicamente con un golpe de estado cívico-militar en 1973.

La dictadura cívico-militar inició el único tramo de vida institucional del siglo XX durante el cual se suspendieron las elecciones (debieron realizarse en 1976 y luego en 1981) y los partidos políticos fueron desplazados del poder. La actividad electoral reinició durante el proceso de transición a la democracia con un plebiscito constitucional en 1980 (en el que los militares fueron derrotados), elecciones internas de los partidos políticos en 1982 y, finalmente, con las elecciones generales de 1984 que dieron lugar a la restauración democrática en 1985. En ese momento se restableció la vigencia de la constitución de 1966 en su totalidad. Pero ese sistema estaba diseñado para un equilibrio bipartidista y la evolución política subsiguiente mostraría que el sistema no avanzó hacia la recuperación de ese equilibrio.

La presencia de un tercer partido relevante no solo se mantuvo, sino que mostró una clara tendencia al crecimiento electoral. Así, en las elecciones generales de 1994 se verificó un triple empate, con los dos partidos tradicionales y el Frente Amplio obteniendo cada uno cerca de un tercio de los sufragios. En ese escenario, de mantenerse el sistema de elección presidencial por mayoría relativa, el voto estratégico conduciría a la extinción de uno de los partidos tradicionales, dada la tendencia al crecimiento del Frente Amplio y la afinidad ideológica entre los votantes tradicionales. La estrategia de los partidos tradicionales fue obstaculizar ese proceso introduciendo el sistema de elección presidencial por mayoría absoluta con doble vuelta (balotaje). Se prevenían así también de un triunfo del FA por una exigua mayoría relativa.

Esta modificación generó la necesidad de otras de gran magnitud. Por un lado, se terminó con el uso del DVS para la elección presidencial, por lo que los partidos deberían presentar un único candidato cada uno. Por otro lado, para definir ese candidato, se estableció la realización de elecciones primarias, obligatorias, abiertas y simultáneas para todos los partidos. Naturalmente, los partidos tradicionales, que estaban plenamente adaptados a la competencia interna abierta, necesitaban un instrumento con esas características para dirimir la candidatura única. Pero la candidatura única era, a la vez, una concesión al Frente Amplio, que siempre había presentado un solo candidato y criticaba fuertemente la diversidad de candidatos que ofrecían los partidos tradicionales como un engaño al ciudadano. Adicionalmente, se separaron en el tiempo las elecciones subnacionales y se eliminó la prohibición del uso del DVS para los nuevos partidos establecida en 1966. La reforma aprobada en 1997, aunque no contó con el apoyo del FA, incorporó disposiciones inclusivas que el propio FA había reclamado. Y bajo este nuevo sistema, se produjo la alternancia multipartidista que ha instalado al FA en el gobierno por más de una década, generando una nueva configuración estable del sistema de partidos.

El sistema político uruguayo encontró un nuevo equilibrio competitivo en su configuración actual y con las reglas vigentes (véase Buquet y Piñeiro 2014). El sistema de balotaje para la elección presidencial no genera los incentivos para la concentración electoral que producía el anterior sistema de mayoría relativa. Al mismo tiempo, el sistema de primarias obligatorias ha llevado al FA a dirimir sus conflictos internos en un escenario de competencia electoral abierta que reproduce las lógicas históricas de los partidos tradicionales. Así como el sistema anterior estaba hecho a la medida del viejo sistema de partidos uruguayo, el vigente parece adecuarse cada vez más a la configuración actual. En un futuro cercano es de esperar que el sistema de partidos uruguayo se mantenga estable con tres o cuatro partidos relevantes, alineados en dos bloques diferenciados ideológicamente que dirimen sus disputas internas en elecciones primarias abiertas.

En los últimos años se han planteado nuevas inquietudes reformistas; sin embargo, no se vislumbra la posibilidad en el corto plazo de que tenga lugar una nueva reforma electoral de magnitud. Desde el FA se ha mencionado el interés de eliminar el balotaje y volver al régimen de mayoría relativa o, al menos, reducir el umbral para pasar a la segunda vuelta. Desde los partidos tradicionales, se promueve volver a unificar las elecciones nacionales y subnacionales en el mismo día. En ambos casos la búsqueda de un beneficio inmediato parece ser la principal motivación. Pero no parece que ninguna de estas medidas, juntas o por separado, logre los consensos necesarios para reformar.

En los últimos años, se han realizado reformas de menor envergadura, pero que están poniendo el país a tono con las tendencias generales en la materia. Entre ellas debe mencionarse: normas sobre el financiamiento de los partidos políticos, sobre la duración de las campañas electoral y, sobre todo, la creación del tercer nivel de gobierno –municipios- que en Uruguay no existía. En todos los casos los avances son tímidos y están lejos de tener el alcance que tienen en otros países de la región. Las normas sobre financiamiento no incluyen capacidades de auditoría, tampoco establecen mecanismos sancionatorios, las restricciones sobre duración de las campañas refieren sólo a los medios audiovisuales y no incluyen avisos que informen sobre actividades partidarias, y las nuevas autoridades municipales tienen escasas atribuciones y recursos. En este sentido, Uruguay aparece claramente rezagado con respecto a la región. Paradójicamente, ese rezago obedece al buen funcionamiento del sistema, que prefiere el pecado del consevadurismo al de la audacia. En este tipo de reglas la lógica política es la misma, los cambios se realizan gradualmente y se van consolidando a través de ensayos y errores.

En definitiva, el sistema electoral vigente no es producto del diseño ilustrado sino, como se dijo al principio, de un proceso acumulativo y adaptativo. El primer componente –y el más singular- del sistema electoral uruguayo, el DVS se mantuvo en su plenitud hasta la reforma de 1997 y fue sustituido parcialmente por elecciones primarias. Esto demuestra que la competencia abierta para dirimir la disputa por la presidencia dentro de los partidos es un rasgo constitutivo de los partidos uruguayos. Se trata de una opción adoptada a principios del siglo XX, que marca un camino sin retorno al crear mecanismos de retroalimentación positiva a medida que los partidos logran adaptarse al sistema maximizando sus beneficios. La representación proporcional, otro rasgo fundacional que se introdujo en 1918 para la Cámara Baja, incorporó al Senado en 1942 y nunca retrocedió, constituye un aspecto que se auto refuerza con el paso del tiempo. Incluso las reformas excluyentes generaron algunos legados que terminaron siendo aceptados sin violencia en la reforma inclusiva siguiente, como la simultaneidad y vinculación de las elecciones de 1934 o la ampliación del término presidencial a cinco años en la reforma de 1966.

El sistema vigente, que seguramente es el más innovador, mantiene o adapta aquellos aspectos que mejor se adecuan a las características de los partidos uruguayos (como la representación proporcional y la competencia interna abierta), al tiempo que los partidos buscan, a su vez, adaptarse a las innovaciones (como el balotaje y las elecciones primarias). El buen desempeño y la estabilidad de la democracia uruguaya es el resultado exitoso de ese doble proceso de adaptación: de las reglas a las características de los actores y de los actores a los incentivos y restricciones de las reglas.


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